lunes, 18 de marzo de 2019

Con voz de trailero me enseño lo mismo que la vida, a chingazados



Por Antonio De Marcelo Esquivel

No se me dieron los vicios de chamaco, quizá porque mi papá, que era un hombre recto y trabajador, odiaba eso, el vicio era cosa de vagos y uno debía ser gente de bien; y no aceptaba el trago ni como un acto social, otro tal vez, por eso pocas fiestas había en la casa, más que los cumpleaños de nosotros, a quienes compraba un pastel y lo partíamos sin más invitados que la familia, que ya era mucha. No puedo decir que nunca lo vi tomado, fueron dos veces: una fue al llegar de reunirse con sus amigos, yo era muy pequeño y únicamente recuerdo que pasó directo a la cama. Como siempre mamá nos pidió estar callados para que descansara, lo que no ocurrió por cierto, ya saben éramos niños.
Aún tengo en la mente esos días cuando llegaba de día; puedo sentir en el olfato el olor de su carro, un Maverik negro, muy caliente, tocaba el claxon y había que abrir muy prontito porque era un desesperado, así que corríamos a quitar los obstáculos del patio, agarrar al perro y abrir el portón, entonces entraba, cerrábamos y se echaba de reversa, para quedar en la sombra. Bajaba con su camisa muy limpia, pantalón del trabajo y botas a lo vaquero, bañado, oliendo a loción y con sus lentes ray ban, se quitaba los guantes de manejar y le dábamos el beso en la mejilla, que recibía muy serio, mientras miraba el lugar para reclamar si algo estaba fuera de su lugar.
Por cierto yo temblaba, de verlo caminar por la casa y cuando entraba al baño, porque era mi responsabilidad y a veces por jugar se me pasaba lavarlo, así que en ese momento tomaba mi cubeta, mi escoba y hacía mis deberes, aún sudando de correr por la calle con los amiguitos.
No lo digo con amargura, fueron las enseñanzas que me dejó mi papá Don Domingo De Marcelo, un hombre que llegó siendo un niño a la gran metropoli y se avecindó en Cuautitlán, en casa de mi tía Anselma y mi tío Benito.
El mismo, nos lo contó miles de veces. Sentado a la cabecera de la mesa cenaba o comía y entre carcajadas, malas palabras y con sus manazas de trailero sobre la meza recordaba esos tiempos malos cuando no había trabajo, luego cuando el tío Benito le enseño a montar, a cuidar a un caballo y a soportar una monta, como en los rodeos americanos, aunque no siempre eran buenas tardes, a veces caía, y aunque se levantaba todo polveado y con el orgullo herido pedía, con su voz de niño:  "agárrenmelo de nuevo" para subir al animalazo hasta quedarle.
También me compartió su secreto para no caer del animal, eso no se los voy a contar aquí, porque es un secreto, pero puedo decirles que es muy similar a las prácticas de Samuray: hacerlo muchas veces hasta perfeccionar la técnica, ser dedicado y sobre todo nunca desistir, una fórmula que le sirvió toda la vida y que nos enseño a punta de chingazados a modo de coscorrones, "hazlo bien, no seas pendejo chinga" entonces me dolía escucharlo, con los años supe que no me decía serlo sino que me conminaba a no serlo.
Un día decidí que había aprendido lo suficiente para volar con mis alas y me marché de casa, pero los golpes de la vida le enseñan a uno que siempre es necesario el consejo del padre; por fortuna volví a sentarme a conversar con él muchas veces después.
Ya de grande agarré un vicio, el del alcohol, fueron varios años que mis pasos me llevaron a la cantina, los puteros baratos, bueno y caros, hasta que el el ocaso de su vida comprendí que su ejemplo se quedaba muy atrás.
Una noche sin que estuviera yo en casa la vida me dio un bofetón y me lo arrebató sin siquiera dejarme despedir.
Hoy coloqué su ofrenda, cañas, cacahuates, mandarinas, como a él le gustaba y aunque estaba su foto, sus golosinas preferidas y el recuerdo de sus tardes pulsando la guitarra, no fue suficiente.
Papá te extraño tanto.