lunes, 22 de octubre de 2018


FERNANDO
Por Antonio De Marcelo Esquivel.
Katlina pasó de nuevo su lipstik, color negro, por los gruesos labios hasta tornarlos negros como la noche, juntó ambos, se miró en el espejó del Sanborns, en la calle Madero, miró sus uñas una vez más, extendiendo sus dedos cual largos y dejó que el acrílico luciera en su máximo esplendor, con el maniquiure francés de nueva moda; claro, negras, con brillos plateados que al contacto con la luz desprendieran un reflejo de mil haces.
Iba a ponerse guantes negros, pero al ver sus manos huesudas y largas prefirió quedarse así, de todos modos ya era demasiado la bizarra blusa con escarolas al frente y en los puños, la falda de belour, las medias de red y las botas con tacón y plataforma, que al menos le daban diez centímetros más de estatura a sus escasos 1.55.
La línea del párpado era negra también, no podía ser de otra manera e incluso adicionó algunos jeroglíficos con el delineador sobre sus pómulos a fin de acentuar el misticismo de la mirada, dar profundidad a sus pupilas oscuras y hacer sentir la oscuridad en la que vivía.
Había entrado con pantalón de mezclilla, zapatillas negras y playera morada, con el cabello negro alaciado; ahora saldría hecha una vampiresa.
De su bolso sacó un cráneo color café y lo acarició como se hace con el amante, lo miró fijamente a las cuencas vacías y besó su desnuda dentadura.
El cráneo perteneció a un desconocido. Ella prefería contar que había sido de un amante, que un buen día había tratado de abandonarla y ahora lo tenía consigo para siempre; esto causaba escalofrío en quienes la escuchaban y quizá eso era lo que más placer la daba, ver a las mujeres frotarse los brazos, como si un halo de aire frio les pegara de pronto y a los hombres hacer saliva y responder
-- ¿Es en serio? - No mames
Ella, asentía con ese dejo de misterio que sus ojos proyectaban al enarcar las cejas dejar caer los párpados, mostrar sus carnosos labios al hacer la boca chica y posar su mano sobre del cráneo a quien prefería llamar Fernando.
Ensayó una vez más la mirada, se paró frente al espejo tomó el cráneo sobre la mano derecha, posó la izquierda sobre de él, ladeo la cabeza hacia la izquierda dejó caer al lado la cabellera negra e incluso acomodó algunos mechones sobre la cara, para luego  proyectar esa mirada que dice tantas cosas y al mismo tiempo nada, e incluso dejó que su rostro esbozara una sonrisa apenas perceptible, que por cierto abandonó al escuchar que alguien jaló la palanca de la tasa en uno de los gabinetes; entonces se abrió la puerta. Ella hizo como que arreglaba su cabello, no sin antes dejar el cráneo sobre del lavabo mientras metía las uñas para esponjar el peinado. Aún de reojo pudo ver a la mujer de al lado hacer una mueca de terror y retirarse sin lavar sus manos, lo que le causó cierto regocijo muy dentro.
Todo estaba listo, respiró profundo, tomó su bolso, a Fernando y jaló la puerta para salir de ese baño, dio algunos pasos e inició el descenso de la escalera rumbo al comedor del lugar, que tendría que atravesar hasta la calle. En otro tiempo hubiera sido como un siglo al sentir las miradas de viejas criticonas y sus rancios maridos o de jóvenes que no eran capaces de esconder las risillas burlonas, pero ahora era diferente, había aprendido a vivir hacia dentro y no hacer caso de cuchicheos, risillas o miradas penetrantes de hombres y mujeres que buscaban respuestas, aunque pocos se habían atrevido a acercarse a ella.
Hubiera querido que al traspasar la puerta del lugar el clima fuera frio, lluvioso, al menos oscuro, pero en lugar de ello la tarde era soleada y para colmo un rayo penetrante se colaba entre el edificio de teléfonos y el de una librería. Pegaba justo en esta puerta.
Fueron solo unos segundos los que miró al sol de frente, aunque para ella fueron como horas, quizá días, siglos tal vez, hizo una historia dividida en milésimas de segundo: en la que de pronto al sentir los rayos soleados hubiera soltado todo y se llevara las manos al rostro mientras su piel se caía a pedazos como los clásicos vampiros, hasta desaparecer en medio de fuego y gritos de dolor, pero en cambio ese contacto con el Dios Febo le hizo llorar los ojos e incluso estuvo a punto de volver para revisar el maquillaje.
Finalmente decidió adentrarse en las calles del Centro Histórico.
El andar de Katlina era más bien lento, cadencioso, siempre con la mirada al frente, buscando el contacto visual con la gente, no obstante parecía que todos tenían otra cosa que mirar y las más de las veces hallaba solo rostros sin mirada, caras distantes, labios carentes de sonrisa y pese a la luz que desprendía su ser miraba oscuridad. Percibía que había vivido ya estos mismos pasos, el mismo camino, el mismo polvo, las mismas calles en otros tiempos cuando las prendas no eran sino pedazos pieles y la misma pobreza humana.

1 comentario:

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