FERNANDO
Por Antonio De Marcelo Esquivel.
Katlina pasó de nuevo su lipstik, color negro, por los
gruesos labios hasta tornarlos negros como la noche, juntó ambos, se miró en el
espejó del Sanborns, en la calle Madero, miró sus uñas una vez más, extendiendo
sus dedos cual largos y dejó que el acrílico luciera en su máximo esplendor, con
el maniquiure francés de nueva moda; claro, negras, con brillos plateados que
al contacto con la luz desprendieran un reflejo de mil haces.
Iba a ponerse guantes negros, pero al ver sus manos huesudas
y largas prefirió quedarse así, de todos modos ya era demasiado la bizarra
blusa con escarolas al frente y en los puños, la falda de belour, las medias de
red y las botas con tacón y plataforma, que al menos le daban diez centímetros
más de estatura a sus escasos 1.55.
La línea del párpado era negra también, no podía ser de otra
manera e incluso adicionó algunos jeroglíficos con el delineador sobre sus
pómulos a fin de acentuar el misticismo de la mirada, dar profundidad a sus
pupilas oscuras y hacer sentir la oscuridad en la que vivía.
Había entrado con pantalón de mezclilla, zapatillas negras y
playera morada, con el cabello negro alaciado; ahora saldría hecha una
vampiresa.
De su bolso sacó un cráneo color café y lo acarició como se
hace con el amante, lo miró fijamente a las cuencas vacías y besó su desnuda
dentadura.
El cráneo perteneció a un desconocido. Ella prefería contar
que había sido de un amante, que un buen día había tratado de abandonarla y
ahora lo tenía consigo para siempre; esto causaba escalofrío en quienes la
escuchaban y quizá eso era lo que más placer la daba, ver a las mujeres
frotarse los brazos, como si un halo de aire frio les pegara de pronto y a los
hombres hacer saliva y responder
-- ¿Es en serio? - No mames
Ella, asentía con ese dejo de misterio que sus ojos
proyectaban al enarcar las cejas dejar caer los párpados, mostrar sus carnosos
labios al hacer la boca chica y posar su mano sobre del cráneo a quien prefería
llamar Fernando.
Ensayó una vez más la mirada, se paró frente al espejo tomó
el cráneo sobre la mano derecha, posó la izquierda sobre de él, ladeo la cabeza
hacia la izquierda dejó caer al lado la cabellera negra e incluso acomodó algunos
mechones sobre la cara, para luego
proyectar esa mirada que dice tantas cosas y al mismo tiempo nada, e
incluso dejó que su rostro esbozara una sonrisa apenas perceptible, que por
cierto abandonó al escuchar que alguien jaló la palanca de la tasa en uno de
los gabinetes; entonces se abrió la puerta. Ella hizo como que arreglaba su
cabello, no sin antes dejar el cráneo sobre del lavabo mientras metía las uñas
para esponjar el peinado. Aún de reojo pudo ver a la mujer de al lado hacer una
mueca de terror y retirarse sin lavar sus manos, lo que le causó cierto
regocijo muy dentro.
Todo estaba listo, respiró profundo, tomó su bolso, a
Fernando y jaló la puerta para salir de ese baño, dio algunos pasos e inició el
descenso de la escalera rumbo al comedor del lugar, que tendría que atravesar
hasta la calle. En otro tiempo hubiera sido como un siglo al sentir las miradas
de viejas criticonas y sus rancios maridos o de jóvenes que no eran capaces de
esconder las risillas burlonas, pero ahora era diferente, había aprendido a vivir
hacia dentro y no hacer caso de cuchicheos, risillas o miradas penetrantes de
hombres y mujeres que buscaban respuestas, aunque pocos se habían atrevido a
acercarse a ella.
Hubiera querido que al traspasar la puerta del lugar el
clima fuera frio, lluvioso, al menos oscuro, pero en lugar de ello la tarde era
soleada y para colmo un rayo penetrante se colaba entre el edificio de
teléfonos y el de una librería. Pegaba justo en esta puerta.
Fueron solo unos segundos los que miró al sol de frente,
aunque para ella fueron como horas, quizá días, siglos tal vez, hizo una
historia dividida en milésimas de segundo: en la que de pronto al sentir los
rayos soleados hubiera soltado todo y se llevara las manos al rostro mientras
su piel se caía a pedazos como los clásicos vampiros, hasta desaparecer en
medio de fuego y gritos de dolor, pero en cambio ese contacto con el Dios Febo
le hizo llorar los ojos e incluso estuvo a punto de volver para revisar el
maquillaje.
Finalmente decidió adentrarse en las calles del Centro
Histórico.
El andar de Katlina era más bien lento, cadencioso, siempre
con la mirada al frente, buscando el contacto visual con la gente, no obstante
parecía que todos tenían otra cosa que mirar y las más de las veces hallaba
solo rostros sin mirada, caras distantes, labios carentes de sonrisa y pese a
la luz que desprendía su ser miraba oscuridad. Percibía que había vivido ya
estos mismos pasos, el mismo camino, el mismo polvo, las mismas calles en otros
tiempos cuando las prendas no eran sino pedazos pieles y la misma pobreza
humana.
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