El aullido de Lobo
Antonio de Marcelo Esquivel
Cuando escribí en mi blog Confesiones de un Cerdo, la historia de
la tía Toribia, pensé que ya había quedado atrás. No es cierto, a cada día me
encuentro la misma realidad. Lo de la tía surgió una tarde cualquiera. Ella
estaba sentada en ese sillón azul marino, con casi 90 años de edad, ciega y con
su cara trazada por miles de arrugas, sus ralas trenzas y sus manos inquietas;
entonces le pregunté si alguna vez había tenido algo que fuera suyo. La
respuesta aún permanece como eco en mi cabeza. Su respuesta fue simple: “sí,
una vez tuve una cobijita”. No dije más, cómo era posible que alguien pudiera
vivir casi un siglo y su único recuerdo de una posesión fuera ese. Desde
entonces miro a la gente y me pregunto qué tendrán en la vida, porque las
historias se repiten; apenas hace poco conocí la existencia de niños, que como
muchos en el país, terminaron en un albergue del DIF, la mayoría de ellos sin
esperanza. Son menores de edad cuyos padres purgan condenas en prisión, hijos
de familias disfuncionales por alcoholismo, casos de abuso sexual, infantes abandonados;
aún peor, niños cuya familia fue diezmada por el crimen organizado. De esos
niños no se puede hablar, hay que preservar su identidad, guardar que existen,
ya sea porque pesan sobre ellos amenazas de muerte, a su corta edad, o porque
su calidad de víctimas así lo exige, así que no diré sus nombres, y menos que
están en un albergue del estado de Guerrero, todos sumidos en el abandono, no
solo de sus padres o familia, también del gobierno, que en su caso está en
manos de la presidenta del DIF. En esa casa se tejen historias como la de
Mariano, a quien le regalaron un osito de peluche por su buen comportamiento,
pero sus compañeros enojados por la distinción se lo destrozaron, Mari que
únicamente deseaba unos huarachitos, Raúl que al recibir una pequeña bocina se
aplica en sus lecciones, Lalo y su hermano Enrique se escaparon, Santos que sigue
a la directora como si fuera su sombra, y otros más que únicamente desean un
poco de cariño, ya no una posesión, al menos un abrazo. Dicen que hay
voluntarias que acuden de vez en vez y su única tarea es abrazar niños, darles
cariño, hacerles sentir el calor de una caricia, darles una sonrisa, vamos, ser
como un verdadero amigo, ellos lo agradecen.
Los nombres han sido cambiados, para proteger a las víctimas.
@Antoniodemarcel
antoniodemarcelo@gmail.com
Editorial publicado en La Prensa el 6 de julio de 2017