Por
Antonio De Marcelo Esquivel
Durante años acudí de manera regular al
Chapulín, un bar cuyo verdadero nombre era Chapultepec y que estaba a la vuelta
de la oficina, más de pronto mi oficina era esa mesa en el rincón, mi
computadora portátil y un ron. En este lugar conocí a un buen amigo y por
cierto mi mesero de cabecera, justo en aquella época cuando la cantina era cosa
de hombres, a tal grado que sólo había personal masculino, Hilario y otro que ni
recuerdo, por cierto luego lo corrieron por borracho, paradojas que tiene la
vida, trabajar en un bar y que te pidan pararle al trago; pues a él lo
corrieron y nunca más supimos dónde paró. Con el tiempo aceptaron mujeres y
entonces llegó Fran, era una mujer de piel blanca, ojos esmeralda y esa pinta
española que la perseguía, el sueño de cualquier comensal de este lugar, el
primer día que llegó pedí mi mesa de siempre y resulta que no me podías atender
Hilario, porque se habían dividido el lugar y no querían que estuviera en
desventaja, así que cambié de mesa y así lo hice por varios días. Un día decidí
retomar mi lugar de siempre y que me atendiera la tal Fran, creo que fue como
domesticarnos, porque al tiempo de verla caminar de un lado a otro y sentir su
calidez terminó por caerme bien, tan bien que tuve su teléfono y desde la
oficina, la real, le mandaba whatsapp para saber el menú y pedir que me
apartara mi mesa o me guardara comida, lo que no había logrado con Hilario. Claro
entre trago y trago y sobre todo en esas tardes de frío cuando la cantina
estaba vacía hacíamos migas, nos contábamos cosas y criticábamos a la gorda de
la caja o al español dueño de ese lugar, quien a duras penas daba las buenas
tardes no obstante que yo llegaba a ese lugar desde alrededor de las 13 o 14
horas y salía hasta entrada la noche o cuando me corrían porque había que
cerrar. Era el tiempo del ron, lo digo, porque a lo largo de mi vida de bohemio
he cambiado mis gustos, primero tomaba Solera, luego opté por cerveza, en un
tiempo me dio por el vodka, probé con el whisky y hasta tequila y cerveza, lo
que llaman “palo piedra”. Fue hasta un día que alguien me invitó un ron que
decidí que era mi bebida favorita y así pase años tomando ron con cola, ella se
acostumbró a este gusto y en cuanto me miraba entrar daba la vuelta y mientras
sacaba mi computadora, mis cables y me acomodaba llegaba con mi ron, siempre
con esa sonrisa. A veces, creo que por costumbre iba y me preguntaba ¿Qué
quieres tomar? A lo que respondía invariablemente –Quiero tomar té; ambos
sabíamos la pregunta y también la respuesta, y aún así ella interrogaba y yo
decía mi clásica frase un día si y otro también. Cuando llegaba a ese lugar,
allá por el metro Hidalgo, ya había ido
a recoger mi información y otra la esperaba por correo, así que redactaba mis
notas policiacas en medio de borrachos, amantes, de esos que llevan a comer a
la secretaria porque se la quieren coger, o sedientos que pasaban echar un par de cervezas y se marchaban.
Algunos de los asistentes ya éramos como de casa y nos saludábamos
amigablemente de mesa a mesa y hasta una vez cortamos ahí mismo una rosca de 6
de enero o celebramos el cumpleaños de alguno de los clientes habituales,
porque nos sentíamos como una familia. En esos trajines supe del enamorado
secreto de Fran y una tarde escribí entre rones, carcajadas y risotadas de los
clientes “El romántico del bar” una historia basada en ese amante secreto que
le enviaba mensajes de amor a la Fran, aunque nunca supimos, o al menos yo no
conocí de quién se trataba. Entre mis amigos habituales para ir a la cantina
estaban varios compañeros de correrías reporteriles, fotógrafos, amigas que
leyendo en mis red social del Chapulín deseaban conocer a Hilario o el lugar
donde pasaba mis tardes, de manera que gringas, alemanas, rusas y mis paisanas
caminaron esos pasillos y hasta fotos tomaron con el tal Hilario, en esa
cantina de mala muerte donde las tardes se fueron poco a poco hasta llevarse mi
pasado. Un día, ya pedo, le mente e la
madre a la cajera porque me estaba metiendo caballazos en la cuenta, de manera
que luego me negó el servicio y simplemente abandoné ese lugar para empezar a
rodar por las cantinas de la zona en busca de mi nuevo lugar, ese donde me
sintiera como en casa, a gusto con mi trago y mi comida, un sitio donde leer a
gusto o soltar la pluma, lo que no logré hasta años después cuando las niñas
del Mirador me recibieron tan bien que me gustó el lugar, un viejo bar
remodelado al que iba con un buen amigo y donde adopté la costumbre de decirle
a toda chica que apareciera –Él es mi amigo, cuando lo mires salúdalo diciendo
“hola” y su nombre, ha y le gusta que le den su beso eh. Era un juego, pero de
pronto era un desfilar de meseras saludándonos como si fuésemos grandes amigos,
el nuevo lugar donde me sentí de nuevo como en casa y al que a veces voy solo
para sentarme a tomar una copa de vino mientras miro las pantallas y como
cacahuates, ya no es como la época de Fran, pero el pasado nunca regresa.